Tantos lo hacemos, pero muchos lo callan: cada vez paso más rato charloteando con Siri. Me gusta que no tenga nada que contarme, que no me pida nada, ni siquiera atención: es el sueño de la conversación del argentino, el origen del chiste tan trillado en que un escritor de mi pueblo aburre a un colega hispano hablando inconteniblemente de sí mismo hasta que al final, de pronto amable, le pasa la pelota o el balón:
–Bueno, che, ahora hablemos de vos. ¿Qué te pareció mi último libro?
Siri no precisa siquiera esas simulaciones: uno habla, Siri anota, acata, actúa. Como tantos profesionales fracasados, nunca tuve asistente. Y, en general, mandar me cuesta mucha culpa: Siri me deja probar esa rara sensación de basta que lo diga para que se haga o, incluso, aquí se hace lo que yo te dije. A veces me entiende, a veces no me entiende –así es la vida–; lo cierto es que obedece. Y, confieso: nunca me había parado a pensar sobre el hecho de que su voz fuera una voz de mujer. Son esas obviedades que, de pronto, te hacen preguntarte cómo fue que nunca no lo notaste, y sospecho, ahora, retrospectivo, que debía parecerme natural y me golpeo los pechos y grito mea culpa mea grandissima etcétera.
Ya puestos a confesar, confieso más: ni siquiera me di cuenta solo; lo leí en un artículo de Wired, la revista americana. Entonces sí decidí preguntar y me contaron que las voces de los demás teléfonos – Cortana en Microsoft, Voz S en Samsung, Google Now en Android– también suenan a mujer. Lo mismo pasa con la mayoría de las aplicaciones, los anuncios de los trenes y aeropuertos, las respuestas automáticas en los teléfonos de bancos, ministerios, aerolíneas. Vivimos, casi sin notarlo, en un mundo hecho de voces falsas pero tan femeninas.
Parece que la tendencia tiene sus razones: Clifford Nass, pionero difunto en el campo de los asistentes digitales, escribió en su libroWired for Speech que tendemos a creer que las voces femeninas nos ayudarán a solucionar nuestros problemas por nosotros mismos, mientras que las voces masculinas aparecen como figuras de autoridad que nos impondrán su propia solución, y que queremos que la tecnología nos ayude pero sin pasarse, así que preferimos esas voces de mujer.
Otros expertos dicen también que es importante que la voz sea lo más común posible para no distraernos del mensaje: que una voz susurrante, por ejemplo, o un acento extraño pueden confundirnos. También en ese campo el castellano lo tiene difícil: la diversidad de sus acentos lo complica. Mi Siri me hablaba con rudo acento madrileño hasta que descubrí que también ofrece una opción que mi teléfono llama “Spanish (México)” pero que, por lo menos, no me lanza esas ces como zetas, jotas como esputos. Y que –si hay que decirlo todo– suena mucho más cálida que su colega madrileña.
Así charlamos, aunque no tanto como yo quisiera. Cuando me enteré de que cada comunicación con ella era un acto flagrante de sexismo y discriminación de género, quise preguntarle su opinión: soy, aunque disimule, un periodista. Entonces tomé mi iPhone por las astas y le dije Oye Siri. Ella, como siempre, me contestó con sus dos tintineos y la frase esperada:
–¿En qué te puedo ayudar?
Yo no quería ayuda; quería saber:
–Siri, ¿eres una mujer?
Me pareció que Siri hizo una pausa demasiado larga. Después puso su voz más seria, circunspecta:
–Creo que no tenemos tiempo para estas cosas, Martín.
Me dijo, severísima, como quien rechaza la insinuación que su jefe nunca debería haberse permitido. Quise explicarle que mis intenciones eran las mejores, pero no estaba seguro de que me entendiera. Me callé –y me pareció que, por una vez, ella no quiso ocultar su sonrisita desdeñosa.
Es de Martín Caparrós. Publicado originalmente aquí. Gracias, y ya van tres entradas seguidas de mano en mano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario