Quizás sea el día, el bochorno húmedo desde el amanecer, el agua que no rompe, Kafka persiguiéndome en un castillo del que ni él ni podemos salir. Quizás sea el cansancio, el sueño pegajoso, el dolor de las articulaciones, las derrotas que se presentan con traje nuevo recién planchado, como si fueran otras. Quizás ninguno de los tres, de los cuatro porque me incluyo, esté llorando, pero hoy quizás sea este poema el definitivo, el poema hasta ahora de todos los perros románticos, de todos los detectives salvajes suicidas en la noche de Roberto.
También hoy aquí atardece con una lentitud inaudita, desde ayer diría yo, desde hace unas semanas que no termina de atardecer.
LA VISITA AL CONVALECIENTE
Es 1976 y la Revolución ha sido derrotada
pero aún no lo sabemos.
Tenemos 22, 23 años.
Mario Santiago y yo caminamos por una calle en blanco y negro.
Al final de la calle, en una vecindad
escapada de una película de los años cincuenta está la casa de los padres de
Darío Galicia.
Es el año 1976 y a Darío Galicia le han trepanado el cerebro.
Está vivo, la Revolución ha sido derrotada, el día es bonito
pese a los nubarrones que avanzan lentamente desde el norte cruzando el valle.
Darío nos recibe recostado en un diván.
Pero antes hablamos con sus padres, dos personas ya mayores,
el señor y la señora Ardilla que
contemplan cómo el bosque
se quema desde una rama verde suspendida
en el sueño.
Y la madre nos mira y no nos ve o ve cosas de nosotros que nosotros no
sabemos.
Es 1976 y aunque todas las puertas parecen abiertas,
de hecho, si prestáramos atención, podríamos oír cómo
una a una las puertas se cierran.
Las puertas: secciones de metal, planchas
de acero reforzado, una a una se van cerrando en la película del infinito.
Pero nosotros tenemos 22 o 23 años y el infinito no nos asusta.
A Darío Galicia le han trepanado el cerebro, ¡dos veces!,
y uno de los aneurismas se le reventó en medio del Sueño.
Los amigos dicen que ha perdido la memoria.
Así, pues, Mario y yo nos abrimos paso entre películas mexicanas de los
cuarenta
y llegamos hasta sus manos flacas que
reposan sobre las rodillas en un gesto de plácida espera.
Es 1976 y es México y los amigos dicen que Darío lo ha olvidado todo,
incluso su propia
homosexualidad.
Y el padre de Darío dice que no hay mal que por bien no venga.
Y afuera llueve a cántaros:
en el patio de la vecindad la lluvia barre las escaleras
y los pasillos
que velan en la semi transparencia el año de 1976.
Y Darío comienza a hablar. Está emocionado.
Está contento de que lo hayamos ido a visitar.
Su voz como la de un pájaro: aguda, otra voz,
como si le hubieran hecho algo en las cuerdas vocales.
Ya le crece el pelo pero aún pueden verse las cicatrices de la trepanación.
Estoy bien, dice.
A veces el sueño es tan monótono.
Rincones, regiones desconocidas, pero del mismo sueño.
Naturalmente no ha olvidado que es homosexual (nos reímos),
como tampoco ha olvidado respirar.
Estuve a punto de morir, dice después de pensarlo mucho.
Por un momento creemos que va a llorar.
Pero no es él el que llora.
Tampoco es Mario ni yo.
Sin embargo alguien llora mientras atardece con una lentitud inaudita.
Y Darío dice: el pire definitivo y habla de Vera que estuvo con él en el
hospital y de
otros rostros que Mario y yo no conocemos
y que ahora él tampoco reconoce.
El pire en blanco y negro de las películas de los cuarenta-cincuenta.
Pedro Infante y Tony Aguilar vestidos de policías
recorriendo en sus motos el atardecer infinito de México.
Y alguien llora pero no somos nosotros.
Si escucháramos con atención podríamos oír los portazos de la historia o
del destino.
Pero nosotros sólo escuchamos los hipos de alguien que llora
en alguna parte.
Y Mario se pone a leer poemas.
Le lee poemas a Darío, la voz de Mario tan hermosa mientras afuera cae la
lluvia,
y Darío susurra que le gustan los poetas franceses.
Poetas que sólo él y Mario y yo conocemos.
Muchachos de la entonces inimaginable
ciudad de París con los ojos enrojecidos por el
suicidio.
¡Cuánto le gustan!
Como a mí me gustaban las calles de México en 1968.
Tenía entonces quince años y acababa de llegar.
Era un emigrante de quince años pero las calles de México lo primero que me
dicen es
que allí todos somos emigrantes,
emigrantes del Espíritu.
Ah, las hermosas, las nunca demasiado ponderadas, las terribles
calles de México colgando del abismo
mientras las demás ciudades del mundo
se hunden en lo uniforme y silencioso.
Y los muchachos, los valientes muchachos homosexuales estampados como
santos
fosforescentes en todos estos años, desde
1968 hasta 1976.
Como en un túnel del tiempo, el hoyo que aparece donde menos te lo esperas,
el hoyo metafísico de los adolescentes maricas que se enfrentan
−¡más valientes que nadie!− a la poesía y a la adversidad.
Pero es el año 1976 y la cabeza de Darío Galicia tiene las marcas
indelebles de una
trepanación.
Es el año previo de los adioses
que avanza como un enorme pájaro drogado
por los callejones sin salida de una vecindad
detenida en el tiempo.
Como un río de negra orina que circunvala la arteria principal de México,
río hablado y navegado por las ratas negras de Chapultepec,
río-palabra, el anillo líquido de las vecindades perdidas en el tiempo.
Y aunque la voz de Mario y la actual voz de Darío
aguda como la de un dibujo animado
llenen de calidez nuestro aire adverso,
yo sé que en las imágenes que nos contemplan con anticipada piedad,
en los iconos transparentes de la pasión mexicana,
se agazapan la gran advertencia y el gran perdón,
aquello innombrable, parte del sueño, que muchos años después
llamaremos con nombres varios que significan derrota.
La derrota de la poesía verdadera, la que nosotros escribimos con sangre.
Y semen y sudor, dice Darío.
Y lágrimas, dice Mario.
Aunque
ninguno de los tres está llorando.
Roberto Bolaño
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