A veces me he cruzado con la mirada de Samanta. Es inteligente y desafiante al tiempo que posee debajo una fragilidad implícita. Creo que hace menos de un mes fue la última. En la mirada de las Samantas del mundo hay una inquietante sensación de espejo y muerte. Sí, hace menos de un mes. Volvía de escalar.
La navidad en que Papá Noel pasó
la noche en casa fue la última vez que estuvimos todos juntos, después de esa
noche papá y mamá terminaron de pelearse, aunque no creo que Papá Noel haya
tenido nada que ver con eso. Papá había vendido su auto unos meses atrás porque
había perdido el trabajo, y aunque mamá no estuvo de acuerdo, él dijo que un
buen árbol de navidad era importante esa vez, y compró uno de todas formas.
Venía en una caja de cartón, larga y plana, y traía una hoja que explicaba cómo
encajar las tres partes y abrir las ramas de forma que se viera natural. Armado
era más alto que papá, era inmenso, y yo creo que por eso ese año Papá Noel
durmió en nuestra casa. Yo había pedido de regalo un coche a control remoto.
Cualquiera me venía bien, no quería uno en particular, pero todos los chicos
tenían uno en esa época y cuando jugábamos en el patio los autos a control
remoto se dedicaban a estrellarse contra los autos comunes, como el mío. Así
que había escrito mi carta y papá me había llevado hasta el correo para
enviarla. Y le dijo al tipo de la ventanilla:
–Se la enviamos a Papá Noel –y le
pasó el sobre.
El tipo de la ventanilla ni
saludó, porque había mucha gente y se ve que ya estaba cansado de tanto
trabajo, la época navideña debe ser la peor para ellos. Tomó la carta, la miró
y dijo:
–Falta el código postal.
El resto está aquí. Quién fuera el batiscafo.
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