sensación del mundo

 Se pasó toda la vida escribiendo cosas en cuadernos, diarios, aforismos, borradores de cartas de amor que algunas veces ni siquiera enviaba, citas, apuntes de poemas. Escribió sobre la felicidad de dejar a un lado el cuaderno para encontrarse con alguien, y de la otra felicidad de quedarse a solas para regresar a su cuaderno. En las oficinas en las que obtuvo trabajos episódicos y miserables durante los primeros tiempos de la revolución robaba papel y tinta y lápices para seguir escribiendo. Escribía con dificultad en un tren que se acercaba a Moscú y contaba el miedo a llegar y a no encontrar vivo a nadie de su familia. Escribía a la luz de una vela en casas campesinas a las que había viajado en trenes eternos para buscar algo de mijo o de manteca, alimentos siempre escasos para aliviar el hambre de sus dos hijas, una de las cuales, la más pequeña, murió de hambre en un orfanato de las afueras de Moscú. Vivió un tiempo, en los inviernos terribles de 1918 y 1919, en la buhardilla de lo que había sido su casa. Alimentaba la estufa serrando vigas del techo. Subía a tientas en la oscuridad porque no había luz eléctrica y porque otros vecinos habían cortado a hachazos la madera de las barandas para calentarse. Ella y sus hijas vivían de la caridad de algunos amigos, en medio del desorden, el hambre, las epidemias, el frío. Pero cuando las niñas se habían dormido, Tsvietáieva escribía en su cuaderno abrigada en la cama, a la luz de un cabo de vela.
Su voz es incomparable, cada vez más extrema en su percepción de todo, en el filo entre el arrebato poético y el trastorno mental, pero su oído para las otras voces despierta la misma admiración, lo cual es singular en un poeta. En los cuadernos de Tsvietáieva hay una taquigrafía de palabras escuchadas y registradas al instante, voces de gente de cualquier clase y cualquier origen, voces más claras porque casi siempre están despojadas de un contexto preciso: es gente que habla en un tren, o en una oficina sórdida, o en el funeral de alguien que se ha ahorcado; voces que nos llegan como si nosotros las estuviéramos escuchando y también como si sonaran en la conciencia febril de quien no puede dejar de poner oído ni de fijarse en todo. Tsvietáieva decía que ella no escribía, que solo transcribía: transcribía la voz de su conciencia testimonial y poética y las voces de la gente con la que se encontraba. En una época de terribles certezas, decía que le faltaba una concepción del mundo, pero que tenía una gran “sensación del mundo”.

Extracto de Antonio M. M. en un artículo de 2016.

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