La molicie, de Julio Ramón Ribeyro
Mi
compañero y yo luchábamos sistemáticamente contra la molicie. Sabíamos muy bien
que ella era poderosa y que se adueñaba fácilmente de los espíritus de la casa.
Habíamos observado cómo, agazapada, en las comidas fuertes, en los muelles
sillones y hasta en las melodías lánguidas de los boleros aprovechaba cualquier
instante de flaqueza para tender sobre nosotros sus brazos tentadores y sutiles
y envolvernos suavemente, como la emanación de un pebetero.
Había, pues, que estar en guardia contra sus asechanzas; había que estar a la expectativa de nuestras debilidades. Nuestra habitación estaba prevenida, diríase exorcizada contra ella. Habíamos atiborrado los estantes de libros, libros raros y preciosos que constantemente despertaban nuestra curiosidad y nos disponían al estudio. Habíamos coloreado las paredes con extraños dibujos que día a día renovábamos para tener siempre alguna novedad o, por la menos, la ilusión de una perpetua mudanza. Yo pintaba espectros y animales prehistóricos, y mi compañero trazaba con el pincel transparentes y arbitrarias alegorías que constituían para mí un enigma indescifrable. Teníamos, por último, una pequeña radiola en la cual en momentos de sumo peligro poníamos cantigas gregorianas, sonatas clásicas o alguna fustigante pieza de jazz que comunicara a todo lo inerte una vibración de ballet.
El texto completo está aquí.
Aquí está leído, aunque no me gusta su interpretación.
Tenía veintinada años cuando lo escribió, en Madrid, adonde había llegado becado.
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