Creo que el regalo que me hicieron hace unos días fue una invitación a la regresión; o a no perder determinadas capacidades simplemente, entre ellas, claramente, la lúdica. He aquí el que apareció conforme abrí Cuentos para jugar. Gracias por el subtexto.
Voces nocturnas
Si os acordáis
de la antigua fábula de la princesa que no conseguía dormir porque había un
guisante debajo del último
colchón de la montaña de colchones sobre la que se había acostado, os parecerá más comprensible la historia de este
viejo señor. Un viejo señor muy bueno, más bueno que cualquier otro señor viejo.
Una noche, cuando ya está en la cama y va a apagar la luz, oye
algo, oye una voz que llora...
—Qué raro —dice—,
me parece oír... ¿Habrá alguien en casa?
El viejo señor se levanta,
se pone una bata, recorre el pequeño apartamento en el que vive completamente
solo, enciende las luces, mira por todas partes...
—No, no hay nadie. Será donde los vecinos.
El viejo señor vuelve a la
cama, pero al cabo de un rato oye otra vez aquella voz, una voz que llora.
—Me parece —dice— que viene de la calle. Seguramente que
ahí abajo hay alguien llorando...
Tendré que ir a ver.
El viejo señor vuelve a
levantarse, se tapa lo mejor posible, pues la noche es fría, y baja a la calle.
—Vaya, parecía que era
aquí, pero no hay nadie. Será en
la calle de al lado.
Guiado por la voz que
llora el viejo señor sigue y sigue, de una calle a otra, de una a otra plaza,
recorre toda la ciudad y junto a la última
casa de la última calle encuentra
a un viejecito en un portal que se lamenta débilmente.
—¿Qué hace aquí? ¿Se siente mal?
El viejecito está tumbado sobre unos cuantos andrajos.
Al oír que le llaman se asusta:
—¿Eh? ¿Quién es?... Ya entiendo. El dueño de
la casa... Me marcho en seguida.
—¿Y dónde va a ir?
—¿Dónde? No sé dónde. No tengo casa, no tengo a
nadie. Me había resguardado aquí... Esta noche hace frío. Tendría que ver lo
que es dormir sobre un banco, en los parques, tapado con un par de periódicos.
Es como para no volverse a despertar. Pero bueno, ¿y a usted qué le importa? Me voy, me voy...
—No, oiga, espere... No
soy el dueño de la casa.
—Entonces, ¿qué quiere? ¿Un poco de sitio? Acomódese. Mantas
no hay, pero sitio hay para los dos...
—Quería decir... En mi
casa, si le parece, hace un poco más de calor. Tengo un diván...
—¿Un diván? ¿Al calor?
—Ea, venga, venga. ¿Y sabe
lo que haremos? Antes de dormir nos haremos una buena taza de leche...
Van a casa juntos, el
viejo señor y el viejecito sin casa. Al día siguiente el viejo señor acompaña
al viejecito al hospital porque ha pescado una fea bronquitis de dormir en los
parques y en los portales. Después regresa, ya de noche. El viejo señor está a punto de acostarse, pero vuelve a
sentir una voz que llora...
—Vaya, otra vez —dice—. Es inútil que mire en casa, sé muy bien que no hay nadie. También es
inútil que intente dormir: seguro que no lo conseguiré oyendo esas voces. ¡Animo! vamos a ver qué pasa.
Como la noche anterior, el
viejo señor sale y camina, y camina, guiado por la voz que llora que, esta vez,
parece venir de muy lejos. Anda y anda y atraviesa toda la ciudad. Sigue y
sigue y le sucede algo muy extraño porque se encuentra andando por una ciudad
que no es la suya, y después en otra. Continúa y continúa, cada vez más lejos.
Atraviesa toda la región. Llega a un pueblecito en lo alto de una montaña. Allí hay una pobre mujer que llora porque
tiene un niño enfermo y a nadie que vaya a buscarle un médico.
—No puedo dejar al niño
solo, no puedo sacarle con esta nieve...
Hay nieve por todas
partes. La noche parece un desierto blanco.
—Animo, ánimo —dice el viejo señor—, explíqueme
dónde vive el médico, iré a
buscarlo, lo traeré yo mismo.
Mientras tanto, lávele la frente al niño con un paño húmedo, lo refrescará, a
lo mejor podrá descansar.
El viejo señor hace todo
lo que tiene que hacer. Y hele de nuevo en su habitación. Ya es la noche
siguiente. Como de costumbre, cuando está a
punto de dormirse, una voz se introduce en su sueño, una voz que llora y parece
estar allí junto a la almohada.
Ni oír hablar de dejarla llorar. Con un suspiro, el viejo señor vuelve a
vestirse, sale de casa y anda y anda. Y le sucede la acostumbrada cosa extraña,
muy extraña. Porque esta vez atraviesa toda Italia, cruza también el mar, y se
encuentra en un país donde hay guerra, y hay una familia que se desespera
porque una bomba le ha destruido la casa.
—Valor, valor —dice el viejo señor. Y los ayuda como
puede. No puede solucionarlo todo, como es natural. Pero al fin dejan de llorar
y él puede volver a casa. Ya se
ha hecho de día, no es cosa de meterse en la cama.
—Esta noche —dice el viejo señor— me iré a descansar un poco antes.
Pero siempre hay una voz
que llora. Siempre hay alguien que llora, en Europa, o en África, en Asia o en América. Siempre
hay una voz que llega por la noche a la casa del viejo señor, junto a su
almohada, y no lo deja dormir. Siempre así, noche tras noche. Siempre siguiendo
a una voz lejana. Puede venir del otro lado del mundo, pero él la oye. La oye y no consigue
dormir...
Primer Final:
Aquel viejo señor era
bueno, muy bueno. Pero de no dormir nunca, empezó a ponerse nervioso, muy
nervioso.
—Si al menos pudiera —suspiraba— dormir una noche sí y otra no. A fin de cuentas yo no soy
el único en el mundo. No es
posible que nadie sienta nunca esas voces, que a nadie se le ocurra levantarse
para ir a ver.
Algunas noches, en cuanto
sentía las voces, intentaba resistir:
—Esta vez no me levanto,
estoy acatarrado y me duele la espalda, nadie podrá echarme en cara que soy un egoísta.
Pero la voz insistía,
insistía tanto que el viejo señor no tenía más remedio que levantarse.
Cada vez estaba más
cansado. Cada vez más nervioso.
Por último se acostumbró a meterse dos tapones en los oídos
antes de acostarse. Así no sentía
las voces y se dormía.
—Lo haré sólo durante un tiempo —decía—, sólo para descansar un poco.
Será como tomarse unas pequeñas
vacaciones...
Se puso los tapones un mes
seguido.
Una noche no se los
colocó. Tendió la oreja. Ya no
oía nada. Se quedó despierto la mitad de la noche escuchando: ni voces, ni
llantos, únicamente algún perro
que ladraba a lo lejos.
—O nadie llora —concluyó— o me he quedado sordo. Paciencia,
mejor es así.
Segundo Final:
El viejo señor siguió de aquella manera durante noches y
noches, durante años y años, levantándose siempre, hiciera el tiempo que
hiciera, y corriendo de un extremo a otro de la
Tierra para
ayudar a alguien. Apenas dormía algunas horas, después de comer, sin ni
siquiera desnudarse, en una poltrona más vieja que él.
Los vecinos empezaron a
desconfiar.
—¿Dónde va todas las
noches?
—Va a corretear. Es un
vagabundo, ¿todavía no os habéis
dado cuenta?
—A lo mejor es un ladrón...
—¿Un ladrón, eh? ¡Es verdad! ¡Eso explica el misterio!
—Habrá que vigilarlo.
Una noche hubo un robo en
aquel edificio. Los vecinos le echaron la culpa al viejo señor. Registraron su
casa y tiraron todo por los aires. El viejo señor protestaba con todas sus
fuerzas:
—¡Soy inocente! ¡Soy inocente!
—¿Ah, sí? Entonces,
díganos, ¿dónde estaba la noche pasada?
—Estaba... ah, ya...
estaba en Argentina, un campesino no conseguía encontrar su vaca y...
—¡Escuchad qué descarado! ¡En Argentina! ¡Cazando vacas!
En fin, el viejo señor
terminó en la cárcel. Y estaba
desesperado porque todas las noches oía una voz que lloraba y no podía salir de
su celda para ir en busca de quien lo necesitaba.
Tercer Final:
Por ahora no hay tercer
final.
Podría ser éste: que una noche, en toda la
Tierra no haya
ni siquiera un hombre que llore, ni tampoco un niño... y a la noche siguiente
lo mismo... y así todas las noches. Nadie llora, nadie es infeliz.
Quizá esto sea posible algún día. El viejo
señor es demasiado viejo para vivir hasta aquel día. Pero continúa
levantándose, porque lo que se hace debe hacerse siempre, sin perder la
esperanza nunca.
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