Javier sin estatua

Mira que yo se la hubiera puesto. La estatua, la rotonda, el monumento, lo que fuera, pero en un bar. Eso sería, un tipo de hierro oxidado con un pitillo alicaído acodado en la barra de un bar que lo merezca.
La versión de Rosendo, suprema, él y los arreglos.
O Borges o bailable. 
Genialidad.
Si te vale, Javier, culto sí tienes, sí. Feligresía, diría yo.

Gracias a mi conducta vagamente antisocial 
temo no verme nunca encaramado a un pedestal: 
no alegrará mi efigie el censo de monumentos, 
no vendrán las palomas a rociarme de excrementos. 

Y es una pena, la verdad, 
porque sería muy bonito 
seguir de adorno en mi ciudad 
sobre un bloque de granito. 

Pues qué penita y qué dolor, 
no tendré estatua, no señor. 

Gracias a mi postura más bien anticlerical 
no será un siglo de éstos cuando entre al santoral: 
no acudirán beatas a pedirme un milagrillo, 
no vendrán los ladrones a vaciarme mi cepillo. 

Y es una pena, la verdad, 
porque tenía cierta gana 
de echarle un ojo a la deidad 
mientras me doran la peana. 

Pues qué penita y qué dolor 
no tendré culto no señor. 

Gracias a que mi musa se las da de cerebral 
son pobres mis compases para expresión corporal: 
no danzarán mis prosas las reinas de discoteca, 
no vendrán los carrozas a hacer su gimnasia sueca. 

Y es una pena, la verdad, 
porque sería algo inefable 
cambiar la torpe realidad 
y ser o Borges o bailable. 

Pues qué penita y qué dolor 
no tendré el Nobel, no señor. 

Gracias a mi tozuda decisión existencial 
no cabe entre mis planes dar ningún salto mortal: 
no gozará las honras funerales mi alma en pena, 
no vendrán los gusanos a tirar de la cadena. 

Y es una pena, la verdad, 
porque sería algo divino 
ver cómo todo es vanidad, 
y yo en decúbito supino. 

Pues qué penita y qué dolor 
no tendré esquela, no señor. 



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