El relato de este domingo en El pajarito:
A Sara, la reina de los gitanos, la encontró un vecino de una urbanización, de madrugada, el viernes pasado. No tenía vivienda en ese lugar y nadie dijo conocerla de nada. Sara en la piscina de una urbanización de verano, con césped que se riega por las noches y arbolitos que dan una sombra escueta para las adolescentes en corro con pareo. Sara, lo más alejado que he conocido de las vidas que se muestran en esos hábitats, la mujer más contenida y salvaje con la que jamás me haya cruzado, la bibliotecaria en medio de los gitanos, aceptada por ellos sin abrir la boca, casi sin moverse, sólo con esa inquietante aureola con la que se investía cuando ella quería, un halo energético que los zíngaros reconocieron al instante aquella noche que tuve el privilegio de acompañarla en las afueras de Budapest, los dos ignorantes de su lengua, pero qué necesidad había, si ella dominaba el lenguaje universal, el del animal que sabe que se halla en su lugar, la leona en la sabana paseándose con absoluta naturalidad al sol de la noche, la luna húngara. Pero de eso hace tanto, tanto tiempo; no tantos años de los calendarios, sí una eternidad.