los restos de la noche

La llamada

Temprano, en la mañana, la llamada.
Tal vez es el teléfono que avisa
y me levanto a ciegas,
tentando el despertar sin ver su rostro.

Tropiezo en los residuos de la víspera,
cuanto hay de ayer en hoy me sale al paso,
y con torpeza y sumisión recojo
la llamada en el alba, tan temprana.

«Quién es, quién, quién.»
                          Silencio.
Alguien dice mi nombre y calla luego.
El despertar se rompe en nueva sombra.
«Quién, quién –repito–, quién tan pronto.»

En mil pedazos salta la mañana.

Desde el umbral me llega, tibia y sola,
la voz de la mujer envuelta en sueño,
caída aún en la última caricia
(«quién era, quién, quién era...»).

                                   Se deshacen
lentamente la luz y las palabras,
la voz de la mujer resbala lejos,
muy lejos, más allá
que la otra voz –allá– de la llamada.

José Ángel Valente

Acerca del poema aquí hay para dejar de tomar drogas.

nunca estuvo esto tan solo

Por fin llueve el agua contenida durante estos días.
Se oye aparato eléctrico.
Dormí ocho horas seguidas.
No me extraña lo de Roberto en el bar, malherido o no.

VERSOS DE JUAN RAMÓN

Malherido en un bar que podía ser o podía no ser mi victoria,
como un charro mexicano de finos bigotes negros
y traje de paño con recamados de plata, sentencié
sin mayores reflexiones la pena de la lengua española. No hay
poeta mayor que Juan Ramón Jiménez, dije, ni versos más altos
en la lírica goda del siglo XX que estos que a continuación recito:
Mare, me jeché arena zobre la quemaúra.
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca
ejtubo esto tan zolo! Laj yama me comían,
mare, y yo te yamaba, y tú nunca benía!
Después permanecí en silencio, hundido de quijada en mis fantasmas,
pensando en Juan Ramón y pensando en las islas que se hinchan,
que se juntan, que se separan.
Como un charro mexicano del infierno, dijo horas o días más tarde
la mujer con la que vivía. Es posible.
Como un charro mexicano de carbón
entre la legión de inocentes. 

Roberto Bolaño

LA CARBONERILLA QUEMADA 

En la siesta de julio, ascua violenta y ciega, 
prendió el horno las ropas de la niña. La arena 
quemaba cual con fiebre; dolían las cigarras; 
el cielo era igual que de plata calcinada. 

...Con la tarde, volvió –¡anda, potro!– la madre. 

El pinar se reía. El cielo era de esmalte 
violeta. La brisa renovaba la vida...   

La niña, rosa y negra, moría en carne viva. 
Todo le lastimaba. El roce de los besos, 
el roce de los ojos, el aire alegre y bello: 
— «Mare, me jeché arena zobre la quemaúra. 
Te yamé, te yamé dejde er camino... ¡Nunca 
ejtubo ejto tan zolo! Laj yama me comían, 
mare, y yo te yamaba, y tú nunca benía!» 
    
Por el camino –¡largo! –, sobre el potrillo rojo, 
murió la niña. Abiertos, espantados, sus ojos 
eran como raíces secas de las estrellas. 
La brisa jugueteaba, ensombrecida y fresca. 
Corría el agua por el lado del camino. 
Ondulaba la yerba. Trotaban los pollinos, 
oyendo ya los gritos de los niños del pueblo...     

Dios estaba bañándose en su azul de luceros.

Juan Ramón Jiménez

la inhumana belleza de las bestias

Algún día seremos su banquete

Hay bestias que nos siguen el rastro
y saben oír el crujir de las hojas
bajo nuestros pies,
a millas de distancia.
Distinguirán el sonido
de nuestros pasos pequeños,
por más que nos creamos tan descalzos.

Si por casualidad o por cansancio
aflojamos la mandíbula,
distendemos del todo los pulmones,
la inhumana belleza de las bestias
acabará con nosotros,
dejando un rastro gris
de rocas y ceniza.

Por eso
rechinarán mis dientes
hasta el último instante,
contraeré cada músculo,
mi cuerpo entero será nuestro vigía.
No dejaremos que nos venzan
aunque no quepa duda:
algún día, mi amor,
seremos su banquete.

Olalla Castro Hernández

públicos y secretos

GODZILLA EN MÉXICO

Atiende esto, hijo mío: las bombas caían
sobre la ciudad de México
pero nadie se daba cuenta.
El aire llevó el veneno a través
de las calles y las ventanas abiertas.
Tú acababas de comer y veías en la tele
los dibujos animados.
Yo leía en la habitación de al lado
cuando supe que íbamos a morir.
Pese al mareo y las náuseas me arrastré
hasta el comedor y te encontré en el suelo.
Nos abrazamos. Me preguntaste qué pasaba
y yo no dije que estábamos en el programa de la muerte
sino que íbamos a iniciar un viaje,
uno más, juntos, y que no tuvieras miedo.
Al marcharse, la muerte ni siquiera
nos cerró los ojos.
¿Qué somos?, me preguntaste una semana o un año después,
¿hormigas, abejas, cifras equivocadas
en la gran sopa podrida del azar?
Somos seres humanos, hijo mío, casi pájaros,
héroes públicos y secretos.

Roberto Bolaño

sangre semen sudor lágrimas

Quizás sea el día, el bochorno húmedo desde el amanecer, el agua que no rompe, Kafka persiguiéndome en un castillo del que ni él ni podemos salir. Quizás sea el cansancio, el sueño pegajoso, el dolor de las articulaciones, las derrotas que se presentan con traje nuevo recién planchado, como si fueran otras. Quizás ninguno de los tres, de los cuatro porque me incluyo, esté llorando, pero hoy quizás sea este poema el definitivo, el poema hasta ahora de todos los perros románticos, de todos los detectives salvajes suicidas en la noche de Roberto.
También hoy aquí atardece con una lentitud inaudita, desde ayer diría yo, desde hace unas semanas que no termina de atardecer.

LA VISITA AL CONVALECIENTE

Es 1976 y la Revolución ha sido derrotada
pero aún no lo sabemos.
Tenemos 22, 23 años.
Mario Santiago y yo caminamos por una calle en blanco y negro.
Al final de la calle, en una vecindad escapada de una película de los años cincuenta está la casa de los padres de Darío Galicia.
Es el año 1976 y a Darío Galicia le han trepanado el cerebro.
Está vivo, la Revolución ha sido derrotada, el día es bonito
pese a los nubarrones que avanzan lentamente desde el norte cruzando el valle.
Darío nos recibe recostado en un diván.
Pero antes hablamos con sus padres, dos personas ya mayores,
el señor y la señora Ardilla que contemplan cómo el bosque
se quema desde una rama verde suspendida en el sueño.
Y la madre nos mira y no nos ve o ve cosas de nosotros que nosotros no sabemos.
Es 1976 y aunque todas las puertas parecen abiertas,
de hecho, si prestáramos atención, podríamos oír cómo
una a una las puertas se cierran.
Las puertas: secciones de metal, planchas de acero reforzado, una a una se van cerrando en la película del infinito.
Pero nosotros tenemos 22 o 23 años y el infinito no nos asusta.
A Darío Galicia le han trepanado el cerebro, ¡dos veces!,
y uno de los aneurismas se le reventó en medio del Sueño.
Los amigos dicen que ha perdido la memoria.
Así, pues, Mario y yo nos abrimos paso entre películas mexicanas de los cuarenta
y llegamos hasta sus manos flacas que reposan sobre las rodillas en un gesto de plácida espera.
Es 1976 y es México y los amigos dicen que Darío lo ha olvidado todo, incluso su propia
homosexualidad.
Y el padre de Darío dice que no hay mal que por bien no venga.
Y afuera llueve a cántaros:
en el patio de la vecindad la lluvia barre las escaleras
y los pasillos
y se desliza por los rostros de Tin Tan, Resortes y Calambres
que velan en la semi transparencia el año de 1976.
Y Darío comienza a hablar. Está emocionado.
Está contento de que lo hayamos ido a visitar.
Su voz como la de un pájaro: aguda, otra voz,
como si le hubieran hecho algo en las cuerdas vocales.
Ya le crece el pelo pero aún pueden verse las cicatrices de la trepanación.
Estoy bien, dice.
A veces el sueño es tan monótono.
Rincones, regiones desconocidas, pero del mismo sueño.
Naturalmente no ha olvidado que es homosexual (nos reímos),
como tampoco ha olvidado respirar.
Estuve a punto de morir, dice después de pensarlo mucho.
Por un momento creemos que va a llorar.
Pero no es él el que llora.
Tampoco es Mario ni yo.
Sin embargo alguien llora mientras atardece con una lentitud inaudita.
Y Darío dice: el pire definitivo y habla de Vera que estuvo con él en el hospital y de
otros rostros que Mario y yo no conocemos y que ahora él tampoco reconoce.
El pire en blanco y negro de las películas de los cuarenta-cincuenta.
Pedro Infante y Tony Aguilar vestidos de policías
recorriendo en sus motos el atardecer infinito de México.
Y alguien llora pero no somos nosotros.
Si escucháramos con atención podríamos oír los portazos de la historia o del destino.
Pero nosotros sólo escuchamos los hipos de alguien que llora
en alguna parte.
Y Mario se pone a leer poemas.
Le lee poemas a Darío, la voz de Mario tan hermosa mientras afuera cae la lluvia,
y Darío susurra que le gustan los poetas franceses.
Poetas que sólo él y Mario y yo conocemos.
Muchachos de la entonces inimaginable ciudad de París con los ojos enrojecidos por el
suicidio.
¡Cuánto le gustan!
Como a mí me gustaban las calles de México en 1968.
Tenía entonces quince años y acababa de llegar.
Era un emigrante de quince años pero las calles de México lo primero que me dicen es
que allí todos somos emigrantes, emigrantes del Espíritu.
Ah, las hermosas, las nunca demasiado ponderadas, las terribles
calles de México colgando del abismo
mientras las demás ciudades del mundo
se hunden en lo uniforme y silencioso.
Y los muchachos, los valientes muchachos homosexuales estampados como santos
fosforescentes en todos estos años, desde 1968 hasta 1976.
Como en un túnel del tiempo, el hoyo que aparece donde menos te lo esperas,
el hoyo metafísico de los adolescentes maricas que se enfrentan
−¡más valientes que nadie!− a la poesía y a la adversidad.
Pero es el año 1976 y la cabeza de Darío Galicia tiene las marcas indelebles de una
trepanación.
Es el año previo de los adioses
que avanza como un enorme pájaro drogado
por los callejones sin salida de una vecindad
detenida en el tiempo.
Como un río de negra orina que circunvala la arteria principal de México,
río hablado y navegado por las ratas negras de Chapultepec,
río-palabra, el anillo líquido de las vecindades perdidas en el tiempo.
Y aunque la voz de Mario y la actual voz de Darío
aguda como la de un dibujo animado
llenen de calidez nuestro aire adverso,
yo sé que en las imágenes que nos contemplan con anticipada piedad,
en los iconos transparentes de la pasión mexicana,
se agazapan la gran advertencia y el gran perdón,
aquello innombrable, parte del sueño, que muchos años después
llamaremos con nombres varios que significan derrota.
La derrota de la poesía verdadera, la que nosotros escribimos con sangre.
Y semen y sudor, dice Darío.
Y lágrimas, dice Mario.
Aunque ninguno de los tres está llorando.

Roberto Bolaño

tratamos de hilar fino

Yo mandé una imagen y tuve como respuesta un poema de ese al que voy descubriendo por persona interpuesta: José Ángel Valente.
El dolor del amor es a veces tan insoportable que dan ganas de no amar. Pero, qué vida es vida sin amar.
Dan ganas.
Pero qué vida.

Le dio por escribir en su gallego natal cuatro años antes de irse. La traducción es de César Antonio Molina. No está en la red a día de hoy el poema.





la luz en Noruega

Se llama Helge Skodvin, es noruego  y aquí está su proyecto fotográfico. Absolutamente maravilloso.








y esa mirada

Se me quedaron los ojos de Edna Lieberman y los tres últimos versos flotando durante unos pocos días; durante esos pocos, la red neuronal hizo sus asociaciones y me llevó al sólo mátame con tu mirada lánguida.
Y nada.
Insoportable.



Entre caricias salvajes y zumbidos de motor
como un destello en la noche
cruzamos campos solitarios.
Y no, yo no estoy loco,
aunque tú me lo quieras hacer creer.
Te recogí en la autopista
y a partir de ahí
fue como un extraño sueño.
entre el viento y entre dudas.
La velocidad, la noche en el exterior.
No te conozco y de pronto
tus dedos como latidos;
y esa mirada, di por qué.
Si el mundo está vacío.
Mujer no me mires así.
Te recogí al anochecer.
¿Quién eres tú?
¿Quién eres tú?
Todo es tan raro.

Somos un coche suicida
sin una sola luz.
Autopista sin salida
¿Qué es lo que hago aquí yo?
Carreteras de misterio
¿Cuando amanecerá?
No recuerdo de dónde vengo
ni se dónde debemos estar.
Y no, yo no estoy loco
aunque tú me lo quieras hacer creer.
Sólo mátame con tu mirada lánguida,
que no recuerde nada más
que esas manos tan frías.
Nunca más amanecerá.
Tu y yo en medio del vendaval.
Tu cuerpo, el mío y nada más.
Tus besos me adormecerán.
¿Quién eres tú?
¿Quién eres tú?
Escalofríos de placer y esa mirada.
Di mujer: si el mundo está vacío
¿Quién eres tú?
¿Quién eres tú?

y ya no pides nada, sólo a Edna

EL FANTASMA DE EDNA LIEBERMAN

Te visitan en la hora más oscura
todos tus amores perdidos.
El camino de tierra que conducía al manicomio
se despliega otra vez como los ojos
como sólo podían sus ojos
elevarse por encima de las ciudades
y brillar.
Y brillan nuevamente para ti
los ojos de Edna
detrás del aro de fuego
que antes era el camino de tierra,
la senda que recorriste de noche,
ida y vuelta,
una y otra vez,
buscándola o acaso
buscando tu sombra.
Y despiertas silenciosamente
y los ojos de Edna
están allí.
Entre la luna y el aro de fuego,
leyendo a sus poetas mexicanos
favoritos.
¿ y a Gilberto Owen,
lo has leído?,
dicen tus labios sin sonido,
dice tu respiración
y tu sangre que circula
como la luz de un faro.
Pero son sus ojos el faro
que atraviesa tu silencio.
Sus ojos que son como el libro
de geografía ideal:
los mapas de la pesadilla pura.
Y tu sangre ilumina
los estantes con libros, las sillas
con libros, el suelo
lleno de libros apilados.
Pero los ojos de Edna
sólo te buscan a ti.
Sus ojos son el libro
más buscado.
Demasiado tarde
lo has entendido, pero
no importa.
En el sueño vuelves
a estrechar sus manos,
y ya no pides nada.

Roberto Bolaño

de Castro a García

Metamorfosis

No vivo aquí, soy de todos ellos,
un aire me respira.

Concha García

A veces (muy pocas, demasiadas,
suficientes),
me ha crecido una garra,
se ha afilado un colmillo entre mis dientes,
se ha cubierto mi piel
de un tupido pelaje.
Entonces, he sentido
esa especie de hambre
que sólo se sacia machacando:
la sed de acorralar,
el breve deseo de aplastarte.
La risa después de un golpe sucio,
algo ardiendo debajo de la falda.

Y es que, a veces (¿muy pocas?,
¿suficientes?, ¿demasiadas?),
me he escuchado emitiendo
el ruido de las bestias.

Olalla Castro Hernández

Anomalía

No paseo. Ni ando. Voy a casa.
Cayó del monedero el bono-bus
y tengo cinco duros. Ni para
cerveza me queda. Te amé
escrupulosamente. Iba
a charcuterías y te invitaba
a cenar. Eso era una muestra
evidente de mi ternura. No
tengo nada. Nada.

Concha García

Seda en audio

Aquí está el bebé. Primer parto de audiolibro. Habrá más. Esperamos mejorías.

el país que no amaba a sus poetas

Volvió Lorenzo Silva a mi vida, esta vez de mano amiga, desconocedora de mi noble admiración por él. Más razón que un santo, tiene. Y lo es.
Se publicó el 25 del presente en El Mundo.

Los poetas son gente rara. Pudiendo dedicarse a acopiar cualquiera de las pertenencias que es posible disfrutar a solas y legar en exclusiva a los hijos, para que estos a su vez las leguen a los suyos y así hasta el fin de los tiempos, invierten la energía y hasta la vida que no tienen en crear algo que pasa, desde el momento de su difusión, a pertenecerle a cualquiera.
La ley les reconoce, cierto es, un derecho de autor que puede sobrevivir unas décadas a su muerte. Pero todos sabemos que ese derecho es papel mojado a la hora de que cualquiera copie lo que el poeta escribió, o incluso lo rentabilice, sin darle parte, a través de los ingeniosos recursos que la revolución tecnológica ha puesto a disposición de los más astutos para monetizar en su provecho particular el talento y el sudor ajenos. Y aunque muchos no lo saben, desde el momento en que se publica el poema puede usarse lícitamente para una variada gama de propósitos, desde la cita hasta la enseñanza. Es el poeta uno de los muy pocos, entre nosotros, que crea una riqueza no regida por la lógica de las heladas aguas del cálculo egoísta (Marx dixit), sino por la lógica contraria de entregarla al uso y disfrute común.

Hay lugares del mundo donde esa aportación al acervo de todos, tan infrecuente, goza de reconocimiento y consideración social, que llega incluso a traducirse en medidas legislativas de fomento de una labor que redunda en provecho de la comunidad. Se reconocen beneficios fiscales a quienes promueven actividades culturales, se apoya a los creadores desfavorecidos, se les facilita a todos que prolonguen su actividad hasta donde les alcancen las fuerzas y el talento. Incluso hay lugares del mundo donde los derechos derivados de la creación no son meramente nominales, y se les dispensa una protección que llega al extremo de sancionar a quienes se permiten burlarlos o ignorarlos.

Por el contrario, en el país que no amaba (ni ama) a sus poetas, donde la codicia de cualquiera está muy por encima de la protección de sus derechos de autor (y ya nadie espera que sea nunca de otro modo), a lo que se les conmina, una y otra vez, es a que cierren el pico de una vez y dejen de incordiar. A las dificultades que encuentra una subsistencia sin apenas fuentes de ingresos, ni paliativo o mecenazgo que lo remedie, se añade, al final de la vida del poeta, un mensaje contundente: perderá la mitad de la magra pensión de jubilación que habrá logrado devengar si desea, inexplicablemente, seguir regalando sus versos a los demás. La paradoja en cuya virtud quien conserva capacidad y voluntad de aumentar el caudal cultural de su país ha de ser castigado, reconociéndole la mitad de los derechos de quienes, no habiendo cotizado más, o no pueden o no desean generar ese patrimonio común, nadie ha sido capaz de explicarla de forma satisfactoria. Sin embargo, cuando se lleva a votación en el parlamento la propuesta de enmendar esta encarnizada y extraña represalia, desconocida en los países del entorno más próximo, vuelve a toparse con el rechazo de la mayoría.

No hace mucho que murió el último gran poeta sumido en la indigencia. Su obra, pulcra, honda y excelente, quedará para siempre a disposición de quien quiera asomarse a través de ella a un festín de sabiduría y sensibilidad. A cambio, no se le habrá dado más que algún desganado y tardío reconocimiento oficial, con el que cabe dudar si resultó más distinguido el galardonado o quien tuvo la oportunidad de entregarle el galardón. Otros muchos fueron quedando por el camino: olvidados, ignorados, des-preciados, triturados al mínimo desliz por una administración tributaria insensible a sus versos. Alguno, incluso, fusilado.

Entre tanto, el país que no amaba a sus poetas se afanaba para dar un trato benigno a millonarios defraudadores, por los que sí sentía ese arrobo que los poetas jamás le inspiraron.

un mensaje imperial

El Emperador –así dicen– te ha enviado a ti, el solitario, el más miserable de sus súbditos, la sombra que ha huido a la más distante lejanía, microscópica ante el sol imperial; justamente a ti, el Emperador te ha enviado un mensaje desde su lecho de muerte. Hizo arrodillar al mensajero junto a su cama y le susurró el mensaje al oído; tan importante le parecía, que se lo hizo repetir. Asintiendo con la cabeza, corroboró la exactitud de la repetición. Y ante la muchedumbre reunida para contemplar su muerte –todas las paredes que interceptaban la vista habían sido derribadas, y sobre la amplia y alta curva de la gran escalinata formaban un círculo los grandes del Imperio–, ante todos, ordenó al mensajero que partiera. El mensajero partió en el acto; un hombre robusto e incansable; extendiendo primero un brazo, luego el otro, se abre paso a través de la multitud; cuando encuentra un obstáculo, se señala sobre el pecho el signo del sol; adelanta mucho más fácilmente que ningún otro. Pero la multitud es muy grande; sus alojamientos son infinitos. Si ante él se abriera el campo libre, cómo volaría, qué pronto oirías el glorioso sonido de sus puños contra tu puerta. Pero, en cambio, qué vanos son sus esfuerzos; todavía está abriéndose paso a través de las cámaras del palacio central; no acabará de atravesarlas nunca; y si terminara, no habría adelantado mucho; todavía tendría que esforzarse para descender las escaleras; y si lo consiguiera, no habría adelantado mucho; tendría que cruzar los patios; y después de los patios el segundo palacio circundante; y nuevamente las escaleras y los patios; y nuevamente un palacio; y así durante miles de años; y cuando finalmente atravesara la última puerta –pero esto nunca, nunca podría suceder–, todavía le faltaría cruzar la capital, el centro del mundo, donde su escoria se amontona prodigiosamente. Nadie podría abrirse paso a través de ella, y menos aún con el mensaje de un muerto. Pero tú te sientas junto a tu ventana, y te lo imaginas, cuando cae la noche.

Franz Kafka

Trad. Alfredo Pippig. Kafka escribe la leyenda «Un mensaje imperial» en marzo-abril de 1917 y la publica aisladamente en Selbstwehr, Praga, 24 de septiembre de 1919 y, junto con otros relatos en Ein Landartz. München-Leipzig, K. Wolff, 1919. La leyenda también aparece incorporada en la narración «De la construcción de la muralla china», y adquiere mayor significado en este contexto. Esta última fue publicada postumamente por primera vez en Berlín. 1931. 

Gran parte de la obra de Kafka hay que entenderla, pues, desde su análisis del laberinto burocrático, de ese poder anónimo que se levanta sobre nuestras vidas y agosta todo lo novedoso, todo intento de cambio y reforma. A partir de su experiencia cotidiana de la burocracia del imperio austrohúngaro, Kafka construye un mundo fantástico y real al mismo tiempo, en el que la pesadilla burocrática se impone por completo. 

Extracto final de Jaulas, máquinas y laberintos (Imágenes de la burocracia en Kafka, Musil y Weber), un ensayo de José M. González García.